Érase una vez un pequeño faro que estaba situado sobre un afilado cabo de la costa del río Hudson.
Era orondo, gordo y rojo. Era gordo, rojo y jovial.
Era muy, muy orgulloso.
Detrás suyo estaba la ciudad de Nueva York, donde viven tantas personas.
Por delante de él navegaban los barcos en los que va la gente. Los barcos navegaban de aquí para allá, de allá para aquí. Y el río manaba y manaba agua. Desde el lago Lágrimas en las Nubes, allá arriba, en la montaña, llegaba el Hudson. Rodaba por las montañas. Pasaba por Albany. Pasaba por Nueva York, e iba siempre mirando hacia el mar.
Los barcos del río hablaban con el pequeño faro rojo al pasar por delante de él.
«¡Tut, tut, tut! ¿Cómo estás?», decía el gran vapor con su sirena de voz profunda.
«¡ Sssssssalud!», decía la estrecha canoa, mientras se deslizaba a lo largo de la costa.
«¡Chuc, chuc, chuc!», hacía el remolcador grueso y negro mientras arrastraba la barcaza de carbón.
Durante el día, el pequeño faro rojo no contestaba.
Se quedaba en silencio mientras los botes hablaban.
Se quedaba quieto.
Pero todas las tardes, cuando llegaba el crepúsculo, un hombre iba a atender el faro. Sacaba las llaves. Abría la pequeña puerta roja. Subía la empinada escalera de caracol hasta arriba, hasta la cima. Le quitaba la espesa funda blanca que durante el día le obligaba a dormir y encendía el gas con una llave. El gas llegaba desde los seis tanques rojos de abajo.
Entonces, el pequeño faro hablaba.
«¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!»
Un segundo iluminado, dos apagado. ¡Mírame! ¡Cuidado! ¡Peligro, peligro, peligro! ¡Vigila las rocas! ¡Aléjate!
«¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!»
Se sentía grande e importante. ¿Qué harían los barcos sin mí?», pensaba.
Se sentía muy, muy orgulloso.
Los barcos veían la luz y estaban a salvo. Los barcos lo veían y se dirigían al canal. Los barcos estaban agradecidos al faro rojo.
A veces, la niebla subía por el río. Entonces, el hombre daba cuerda a un reloj, grande, negro, que estaba dentro del faro rojo. Daba cuerda y más cuerda. El reloj iba unido a una campana de hierro colocada en el exterior.
La campana comenzaba a sonar. «¡Atención, atención, atención!», decía con su repique.
«¡Flash!», decía la luz.
«¡Atención!», decía la campana.
En esos momentos, el pequeño faro rojo tenía dos voces.
Cada día se sentía más grande y más orgulloso.
«Soy el dueño del río», pensaba.
Uno de los días, un grupo de hombres llegó y comenzó a cavar.
Cavaron, cavaron y cavaron.
Poco a poco, grandes vigas de acero empezaron a levantarse hacia el cielo. Un gran grupo de hombres iba por el río en una barcaza.
En la barcaza había tres grandes rollos, y de cada uno de ellos salía un delgado hilo plateado.
Todos los barcos del río se pararon.
Todos los barcos cercanos dieron la vuelta para mirar qué pasaba. Él mismo parecía estar quieto, muy quieto. Cuando los hombres regresaron, parecían felices.
«Los primeros cables están listos», decían. «El andén estará pronto terminado». Y entonces, otros hombres gritaron: «¡Hurra!»
«¿Qué querrán decir?», pensó el pequeño faro rojo.
«¿Qué son estas cosas que llaman cables? ¿Para qué sirven?» Pasaron días y semanas. Cada noche, el pequeño faro rojo hablaba:
«¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!»
Todos los días contemplaba la extraña cosa nueva a su lado, que iba creciendo y creciendo. Las altas torres parecían casi tocar el cielo. Fuertes hilos de acero cruzaban el río. ¡Qué grande era!
¡Qué bonito!
¡Qué fuerte!
Era un gran puente gris que atravesaba el río Hudson de orilla a orilla. Hacía sentirse pequeño al faro, pequeño, muy pequeño. Entonces, una noche, un gran rayo de luz brilló desde la punta de la torre más cercana.
«¡Flash!» Vuelta. «¡Flash!»
«Ahora ya no me necesitan —pensó el pequeño faro rojo-. Mi luz es tan pequeña y ésta es tan grande».
«Quizá me abandonen.»
«Quizá me derriben.»
«Quizá se olviden de encenderme.»
Aquella noche se quedó esperando y esperando.
Se sintió triste, ansioso, extraño.
Oscurecía.
¿Por qué no venía el hombre?
La pequeña luz roja no podía hablar ni brillar.
Entonces, a medianoche se desencadenó una tempestad. El viento soplaba. Las olas golpeaban la costa.
Una espesa niebla se arrastró por el río y trató de atrapar a los barcos, uno a uno.
El remolcador grande acababa de llegar de Albany. Fue atrapado y cegado por la niebla. Buscaba la pequeña luz roja, pero no pudo encontrarla. Intentó oír la campana, pero no pudo oírla. La niebla era tan espesa que tampoco podía ver la luz que brillaba en lo alto del puente.
«¡Crash! ¡Crash! ¡Crash!»
El remolcador chocó contra las rocas y allí quedó seriamente averiado y roto.
Entonces, el gran puente llamó al pequeño faro:
«Hermanito, ¿dónde está tu luz?»
«¿Soy hermano tuyo, puente? —le preguntó el faro—. Tu luz era tan brillante que creía que no me necesitaban».
«Yo aviso a los aviones —gritó el puente—. Ilumino a los barcos del aire. Pero tú sigues siendo el dueño del río. Rápido, haz brillar tu luz otra vez. ¡Cada uno en su sitio, hermanito!»
El pequeño faro trató de brillar, pero, por más que lo intentó, no pudo encenderse.
«Éste es mi final», pensó.
«Éste es el auténtico fin».
«Mi hombre no vendrá. Yo no puedo encenderme. Es muy posible que no vuelva a brillar nunca más.»
Se quedó mudo y oscuro.
Triste, muy triste.
Pero, finalmente, oyó que la puerta de abajo se abría. Alguien subía las escaleras.
Allí estaba el hombre que iba a iluminarlo.
«¿Dónde has estado, hombre? ¡Pensé que no vendrías nunca!»
«¡Estos chicos, estos chicos!, ¡me han robado las llaves! ¡Esto no volverá a ocurrir!»
El pequeño faro rojo supo entonces que se le necesitaba.
El puente lo necesitaba.
El hombre lo necesitaba.
Los barcos debían necesitarlo.
Lanzó un largo rayo de luz en la oscuridad de la noche.
¡Un segundo iluminado, dos apagado!
«¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!»
Pronto, su campana resonó también.
«¡Atención! ¡Atención!», gritaba.
El pequeño faro rojo tenía otra vez trabajo. Y estaba contento.
Hoy, junto al gran faro del puente, el pequeño rayo del faro brilla todavía.
Al lado del alto puente gris, allí está aún la torre. Y, si ahora sabe que es pequeño, aún es muy, muy orgulloso.
Todos los días, la gente que va por Riverside Drive, en Nueva York, se vuelve para mirarlo. Porque allí están los dos: el gran puente gris y el pequeño faro rojo.
Si no lo creéis, podéis ir vosotros mismos a verlo.
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