La frase invierte el molde cultural habitual que sitúa al varón como medida de todas las cosas y a la mujer como “lo otro”. Aquí se afirma justo lo contrario: la mujer es “algo”, es decir, representa la realidad tangible, la presencia con significado propio; en cambio, el hombre es “nada” mientras no se defina o se concrete. Leída así, la expresión subraya que el valor y la entidad no vienen dados por el género masculino, sino por la capacidad de encarnar sentido, cuidado, vida o concreción, algo que tradicionalmente se ha atribuido a la mujer (por ejemplo, a través de la maternidad o de los vínculos afectivos). Por eso, el contraste busca sacudir la jerarquía implícita: quien se creía el centro descubre que su identidad no está garantizada y debe construirse, mientras que quien era visto como secundario aparece como la referencia sólida.
En este sentido, no se trata de una descalificación literal del hombre, sino de una provocación retórica que invita a revisar estereotipos y a reconocer el peso cultural que asignamos a cada género. La frase puede leerse como una llamada a equilibrar la valoración: si aceptamos que nadie “es” de forma automática por nacer hombre o mujer, entonces tanto varones como mujeres necesitan definirse a través de sus actos y relaciones. El mensaje final sería que el ser humano cobra sentido cuando se compromete con algo que lo trasciende; la persona que no lo hace, sea hombre o mujer, corre el riesgo de quedarse en la nada.
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Laure Conan 1845-1924. Pseudónimo de Marie-Louise-Félicité Angers. Escritora canadiense.
