EL ARQUERO Y EL MONJE

Un habilidoso arquero acababa de obtener el mayor premio en un prestigioso torneo. Su destreza con el arco era indiscutible, y su vanidad creció al punto de que decidió desafiar a un monje sabio, célebre por su dominio en el arte del tiro con arco.

Se decía que el monje era insuperable, pero el arquero, convencido de su reciente triunfo, quería demostrarle que había superado al maestro.

—He venido a demostrarte mi habilidad con el arco —le dijo con arrogancia.

Con confianza, disparó una flecha hacia un blanco lejano, acertando justo en el centro. Repitió la hazaña una vez más, mientras el monje observaba en silencio, sin mostrar emoción alguna.

—Ahora es tu turno —dijo el arquero, con un tono desafiante.

—Muy bien —respondió el monje con serenidad—. Sígueme.

El monje condujo al arquero por un camino estrecho y tortuoso que culminaba en un precipicio. Allí, sobre el abismo, se alzaba el frágil tronco de un árbol muerto. Sin vacilar, el monje caminó con seguridad sobre el tronco, equilibrándose con destreza hasta llegar al centro. Desde allí, sacó su arco, apuntó hacia un árbol distante al otro lado del abismo, y disparó. La flecha voló certera, clavándose en el centro del blanco.

—Ahora es tu turno —dijo el monje, mirando al joven arquero.

El arquero, al asomarse al abismo y ver la delgada línea del tronco bajo sus pies, sintió cómo el miedo se apoderaba de él. Intentó avanzar, pero sus piernas temblaban incontrolablemente. Incapaz de dar un solo paso más, se detuvo, paralizado.

—No puedo hacerlo —admitió finalmente, con la voz quebrada.

—Lo entiendo —dijo el monje con una leve sonrisa—. Tu habilidad con el arco es innegable, pero tu mente es débil. Es la fortaleza de la mente, no la destreza del arco, lo que asegura un disparo perfecto.