El príncipe pasaba los días mirando por la ventana a la espera de que algo sucediera. Solamente le quedaba un sirviente que se encargaba de hacer las compras y mantener limpio el castillo. ¡Qué vida más aburrida!, suspiraba.
Una mañana de abril, una golondrina se posó en el alféizar de su ventana. "Oh", exclamó, "qué pequeña y delicada criatura". La golondrina le dedicó una breve melodía y se fue. Él quedó maravillado: su canto le pareció el más hermoso del mundo y su plumaje el más original. ¡Un ser único!
A partir de entonces, el príncipe aguardaba impaciente su regreso. Llegó el esperado día y la golondrina volvió a cantarle otra canción. Se sintió realmente afortunado. "¿Tendrá frío?", se preguntó justo antes de que echara a volar de nuevo.
La tercera vez que el pájaro regresó, el príncipe se preocupó por si pasaba hambre. Los días siguientes, se dedicó a construir una casita para la golondrina. Mandó a su sirviente a comprar maderas y clavos y cazar insectos. Finalmente, tras varios torpes intentos, terminó por exigirle que construyera también la casa. "¡Maldito pájaro!", murmuraba el sirviente.
Dentro le puso los insectos y agua, además de unas telas de seda a modo de cama. Cuando vio como se posaba sobre el alféizar le acercó su habitáculo y disfrutó viendo como bebía agua y daba buen provecho de la comida que le había preparado. "¿Te gustan estos insectos, mi dulce golondrina?", le preguntó. "Los cacé para ti", añadió. Con un breve trino la golondrina pareció asentir antes de retomar su vuelo.
Entonces le invadió la ansiedad, ¿Y si no regresaba nunca? ¿Y si encontraba otra morada mejor en la que cobijarse? Quizá otros príncipes construyeran mejores casas o cazaran ellos mismos los insectos. No podía permitirlo. ¡No existía una golondrina igual en el mundo!
El príncipe pasó dos días sin dormir ni pensar en otra cosa hasta que decidió emplear el tiempo de espera fabricando una puerta con candado para la diminuta casa. La golondrina -como siempre- volvió y cuando entró para probar la comida, el príncipe la encerró. "Te amo", le confesó, "conmigo no te faltará nunca más comida ni agua, ni tendrás frío".
Un poco confundida, la golondrina se dejó llevar al principio por la comodidad. Disfrutaba del calor de su hogar y de disponer de comida a su alcance sin tener que husmear entre las plantaciones hasta conseguirla.
El príncipe colocó la jaula en su mesita de noche para saludarla cada mañana acariciándole la cabeza. "Eres mi golondrina, cántame una canción, linda", le pedía.
"No está tan mal esta vida", pensaba la golondrina. Y cantaba. Pero con el tiempo su música se fue apagando, hasta que enmudeció.
- ¿Ya no cantas? -le preguntó el príncipe, extrañado.- Me hacías feliz cuando cantabas.
- Mi canto estaba inspirado en el fluir del río, el sonido del viento en los árboles, el reflejo de la luna en las rocas de la montaña. Yo alegre te lo traía, pero ahora en esta jaula no encuentro nada sobre lo que cantar.
– Lo hago porque te quiero -decía el príncipe.- Es peligroso que vueles por ahí tú sola. ¿Y si tienes un accidente?, ¿y si no encuentras comida?, ¿y si te dispara un cazador?
- ¿Quién?, ¿qué es un cazador? -cuestionaba ella.
- Yo te cuido y protejo, aquí estás a salvo de todo peligro.
Un día el príncipe se despertó sobresaltado. Fue a acariciar a la golondrina y la encontró muerta.
Preso de la ira buscó a su sirviente y le despidió porque, sin duda, alguno de los insectos que él había cazado la había matado. El hecho de haber encontrado un culpable no reconfortó al príncipe, que se sintió aún más solo y desvalido que antes de que apareciera la golondrina. Hasta que otra se posó en la ventana y le cantó una canción: la más bonita que jamás había escuchado.
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