En la vasta jungla, reinaba un mono cuyo vigor, agilidad y destreza lo habían coronado como el indiscutible rey entre los suyos. Sin embargo, su reinado no sólo lo llenaba de poder, sino también de arrogancia y vanidad.
Un día, entre los susurros de la selva, llegó el eco de un nombre desconocido para él: Buda. Intrigado por las maravillas que se contaban sobre este sabio, el mono rey decidió buscarlo, convencido de que su fama no podía igualar la grandeza que él mismo poseía.
Así, con paso confiado, el mono se adentró en los senderos que conducían al santuario de Buda. Al encontrar al sabio, lo observó con desdén, convencido de que no había encontrado nada más que a otro simple monje.
"¡Aquí está el rey de los monos!", proclamó, anunciándose con pomposidad.
Buda, con una sonrisa serena, lo recibió con amabilidad. "¿Cómo estás, amigo?".
"¿Cómo estoy?", respondió el mono, inflando su pecho con orgullo. "¿No lo ves? Estoy excelente. Soy el más rápido, el más ágil, el más valiente... Soy el rey de los monos".
Buda asintió con calma. "¿De verdad?".
"¡Claro que sí! Si no me crees, te lo demostraré. ¿Dónde quieres que vaya?" desafió el mono.
"Pues el mejor lugar sin duda es el interior de uno mismo, pero puedes ir donde desees", sugirió Buda con serenidad.
"Sí, pareces alguien diferente... ¿qué respuesta es esa?", murmuró el mono, desconcertado. "Está bien, iré al fin del mundo. No tardaré nada. Por algo soy el más veloz y el más fuerte... Iré y volveré en nada de nuevo a este mismo lugar".
Buda simplemente sonrió y asintió, permitiendo que el mono partiera en su búsqueda.
El rey de los monos se lanzó a la carrera, atravesando valles, montañas y ríos con una velocidad prodigiosa. Pasaron días, y finalmente llegó a un lugar donde las columnas parecían sostener el mundo mismo.
"Esto debe ser el fin del mundo", reflexionó el mono, decidido a dejar su orina como marca en ese lugar. Tras un acto fugaz, inició su regreso, cruzando paisajes y horizontes sin fin hasta que, jadeante y orgulloso, volvió al lado de Buda.
"He llegado al fin del mundo y he vuelto en un instante, como te prometí", anunció el mono, esperando la admiración que creía merecer. "Ya te dije que era el más veloz, poderoso y ágil. El mejor entre los mejores".
Buda, con ojos compasivos, invitó al mono a mirar a su alrededor. Entonces, el rey de los monos comprendió: estaba en la palma de la mano de Buda. Allí, sus propios actos vanidosos y arrogantes quedaron expuestos, representados por el olor a orina que había dejado impregnado en los dedos del sabio. En su afán por demostrar su grandeza, no había salido ni siquiera de la mano de Buda.
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Adolfo Bioy Casares 1914-1999. Escritor argentino.