Érase una vez, un sabio anciano estaba sentado en una roca, justo al lado de una enorme puerta que daba entrada a una gran y próspera ciudad amurallada en el desierto. El sol del mediodía iluminaba el camino polvoriento mientras el anciano observaba el flujo constante de viajeros que se acercaban a la ciudad.
Un viajero procedente de un país muy lejano, con el rostro arrugado por el sol y la fatiga del camino, se acercó al anciano antes de traspasar el umbral de la puerta de acceso a la ciudad, y le preguntó:
Dígame señor, ¿cómo es la gente que vive en esta ciudad?
El anciano, con una mirada tranquila y sabia, respondió:
Dígame usted algo antes de que yo le responda: ¿cómo es la gente de la ciudad de donde usted procede?
El viajero suspiró, recordando los rostros duros y las actitudes desconfiadas de su ciudad natal, y dijo:
¡Mala gente! Son poco de fiar: holgazanes, perezosos, criticones, egoístas, vanidosos, embusteros… ¡Por eso me marché de allí y busco un lugar mejor en el que vivir!
El anciano asintió con comprensión y luego respondió con calma:
¡Vaya! Pues me temo que en esta ciudad se va a encontrar con lo mismo.
Tal fue la frustración del viajero al oír eso que, cabizbajo y triste, decidió no entrar en la ciudad y seguir su viaje a la búsqueda de un mejor lugar donde vivir.
Ese mismo día, por la tarde, un nuevo viajero más joven y alegre llegó a la puerta de la ciudad, donde el anciano seguía sentado sobre su roca. El joven, con una sonrisa en el rostro y una chispa de curiosidad en los ojos, se acercó al anciano y le preguntó:
Por favor, amable señor, voy a entrar en esta ciudad, pero antes quisiera saber cómo es la gente que vive aquí. Si usted me pudiera decir algo sobre ellos, se lo agradecería.
El anciano, con una sonrisa cálida, respondió:
Claro que te diré cómo son. Pero antes dime, muchacho, ¿cómo es la gente de la ciudad de donde tú procedes?
El joven reflexionó un momento, recordando las risas compartidas, las manos amigables que le tendieron ayuda y las historias de solidaridad que caracterizaban a su ciudad natal, y dijo con seguridad:
¡Buena gente! Obviamente hay de todo, pero en general creo que la mayoría son personas bellas que hacen lo que pueden con lo que tienen. Puedes contar con ellos, sin duda. Por supuesto que también hay algunas personas menos de fiar, pero incluso a ésas, según cómo las tratas, puedes darles la vuelta. Sí, yo diría que la amplísima mayoría son buena gente.
El anciano sonrió con satisfacción y luego dijo al joven viajero:
¡Bienvenido, muchacho! Entra en esta ciudad que te espera, porque vas a encontrar tanta buena gente como encontraste en la ciudad de la que procedes. ¡Buena Suerte!
Con una sonrisa radiante, el joven cruzó el umbral de la ciudad, emocionado por descubrir las maravillas y las bondades que aguardaban en su interior.
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Giovanni Papini 1881-1956. Escritor italiano.