Cuenta la leyenda que hay un modo de conseguir que el año que empieza cumpla casi todos nuestros sueños. Según esa creencia el tiempo nace y envejece. Se encarna cada año y vive bajo el nombre que le damos. El 31 de diciembre coinciden por un segundo la personalización del año nuevo, como un niño, y del viejo, que ya se ha convertido en un anciano. Cuando se cruzan, el año que acaba sólo tiene un momento para aconsejar al pequeño que llega.
Según esa tradición, hay un modo de lograr que desde el 1 de enero nuestro tiempo nos regale preciosas vivencias y días felices. Al parecer, el mayor miedo del tiempo consiste en desaparecer. Dicen que odia los relojes de arena porque le recuerdan lo efímero de su paso por la vida de los hombres.
Todos los que creen en esa costumbre, antes de que acabe el año, compran un frasco de cristal mientras se concentran en concederle la inmortalidad al año que va a empezar.
En él se guardarán los recuerdos maravillosos de felicidad que el año nuevo traiga.
Cada vez que sucede algo digno de ser recordado, se apunta en un papel y se guarda en el frasco para no olvidar que ese año regaló maravillosas vivencias: quizá un nuevo amor, un ascenso en el trabajo, aprobar un examen, un viaje, una comida con amigos…
Todo lo bueno que suceda ha de ser convenientemente anotado.
Si es cierto lo que cuenta esa leyenda, cuando el año que se va y el que empieza se crucen… el que nos deja le dirá al recién llegado que los días felices que nos depare serán eternos, y que se guardarán en un frasco de cristal con su nombre.
Antes de dar las doce y tomar las uvas se abrirá la tapa, para meter el primer papel con el nombre del año nuevo y se dirá en voz alta el conjuro:
"A lo malo… olvido
y el recuerdo alegre
al futuro… vivo."
Con ese conjuro hay una promesa para conceder la inmortalidad a todos los días y vivencias buenas que depare el año.